¿Quién tirará la primera piedra?

Pablo Malo ha escrito un revelador ensayo (Los peligros de la moralidad) cuya tesis es que la súper moralización de la sociedad actual supone una amenaza real a la democracia liberal en la que llevamos viviendo décadas dentro del usualmente conocido como ‘Occidente’. También atacaría a otra institución básica para el adecuado funcionamiento de nuestras sociedades: la ciencia.

A mi juicio, la obra de Malo debería ser leída teniendo al lado un ejemplar del excelente ensayo del psicólogo y escritor Edu Galán (El síndrome de Woody Allen) del que nos ocuparemos aquí en breve.

Antes de llegar al mundo moderno, nuestro autor pone encima de la mesa, durante 2/3 de su libro, datos y concepciones consistentes con la idea de que la evolución ha promovido que los humanos tengamos una mente moral. Aunque ese proceso se produjo porque se supone que resultó beneficioso para la supervivencia, la moralidad presenta un lado oscuro que puede estar detrás de algunos de los peores sucesos que acompañaron a nuestra historia sobre el planeta.

En el momento actual, según el análisis de Malo, vivimos un periodo agudo equivalente al de las guerras religiosamente motivadas del pasado. La tendencia a moralizar sigue con nosotros en la supuesta sociedad laica en la que vivimos. La ideología política ha ocupado ahora el lugar que antes tuvo la religión: “estamos viviendo un nuevo despertar religioso sin Dios y sin perdón cuyo epicentro se localiza en USA.”

Decía uno de mis maestros, el profesor Earl Hunt, que convenía tener precauciones sobre las ‘explicaciones’ evolucionistas vinculadas a la mente y la conducta humana (“They are just stories”). Estoy de acuerdo. Es relativamente sencillo recurrir a esa perspectiva y encontrar el modo de encajar los hechos que se observan en la actualidad (Y) declarando que X resultó adaptativo. Eso no significa que esas descripciones sean inverosímiles, pero debemos ser cautelosos.

Nuestro autor sostiene que “todos podemos hacer el mal y que las mayores maldades de la historia las han cometido personas que creían estar haciendo el bien.” Por tanto, en su modelo de mundo no estarían haciendo el mal. Es una conclusión inquietante porque, como argumenta Terrie Moffitt, directora adjunta del Estudio Longitudinal Dunedin, en su modelo sobre el comportamiento antisocial, el sistema legal ya se está sirviendo del argumento de que algunos criminales pueden no ser imputables porque está en su naturaleza cometer esa clase de actos. Otros, como James Oleson, han puesto encima de la mesa la tesis de que los ciudadanos de altísimo CI (capacidad intelectual) escaparían al patrón antisocial usual, al igual que los de bajísimo CI: “si las diferencias de CI dificultan seguir las normas, entonces la igualdad ante la ley es discutible.”

Distingue Pablo, desde el principio, entre moralidad (capacidad humana para identificar el bien y el mal) y normas morales (reglas sobre las acciones que, en concreto, se consideran buenas y malas). La primera sería universal, mientras que la segunda estaría culturalmente cargada. Me sorprende que a la ‘moralidad’ se la califique de ‘capacidad’ porque el término se suele asociar al razonamiento frío y la moralidad es algo bastante cálido por no decir tórrido. Además, sea fría o caliente, es fácil que la moralidad se distribuya en la población siguiendo la curva normal, al igual que otras facetas humanas, especialmente si aceptamos, con nuestro autor, que es un producto de la evolución. Las consecuencias de ese hecho pueden ser socialmente bastante relevadoras, aunque Malo evita meterse en ese jardín. Yo también me abstendré ahora porque derivaríamos en otras direcciones que nos desviarían del principal objetivo de esta reseña.

El capítulo 1 busca el origen de la moralidad en Darwin (“autor que nos enseña que en nuestras decisiones morales influye nuestra naturaleza evolucionada y que nuestros códigos éticos nunca pueden escapar de esos orígenes. A mi modo de ver, eso lo cambia todo”), mientras que el segundo capítulo expone las teorías evolucionistas de la moralidad. Entre otras, la de Jonathan Haidt, la de Oliver S. Curry, o la de Kurt Gray.

En el capítulo 3 se discuten conceptos básicos de la psicología moral y evolucionista. Desde esa perspectiva, el ‘estatus’ y la ‘reputación’ son básicos (“los seres humanos solo existen plenamente cuando son reconocidos”). Aquí Malo argumenta algo que me parece crucial usando el ejemplo de cómo se ha ido moralizando la salud. Mientras que la revolución bacteriológica despersonalizó la enfermedad, los estudios epidemiológicos han devuelto la pelota al tejado de los individuos quienes “pueden y deben ejercer un control fundamental sobre su salud por medio de una evitación cuidadosa y racional de los factores de riesgo.” Enfermamos porque queremos, porque no somos lo suficientemente cautelosos, no porque haya agentes por ahí que atenten contra nuestra salud. En la sección final del capítulo 5 explora cómo se ha moralizado la respuesta a la pandemia de la COVID: “hemos pasado de pensar que el culpable de la pandemia era un virus, a considerar que los culpables de la pandemia somos los ciudadanos (…) han existido desacuerdos entre científicos de prestigio, pero la moralización ha hecho imposible el debate mesurado y la valoración de los datos y los argumentos.”

El capítulo 4 gira alrededor del tribalismo moral, es decir, la división ‘ellos/nosotros’. Esa división también impacta en la ciencia, con efectos desastrosos: “los científicos, al igual que los demás humanos, están equipados con instintos promotores de las coaliciones que hacen a los colectivos más estúpidos que a los individuos.” Los humanos somos presa fácil de las creencias irracionales porque son un signo ideal de cohesión grupal. Y cuanto más irracional la creencia, mejor demuestra que somos fieles al grupo por encima de cualquier consideración racional (“los líderes no crean desde la nada algo que no existe, sino que se aprovechan y surfean una ola que ya estaba allí”).

Declaraciones como la entrecomillada en el paréntesis refuerzan la sospecha traída antes a colación con respecto a cómo se distribuiría en la población eso de la moralidad, algo que otros autores como Haidt también sospechan, pero que no se termina de explorar como se debería, en mi opinión. Escribe Haidt: “una gran parte de la gente piensa de modo global y solo algunos piensan analíticamente. Si ambos piensan de modo diferente y ven el mundo de un modo distinto, entonces debe concluirse que sus preocupaciones morales son distintas.” Obsérvese lo difícil que me resulta resistirme a la tentación de viajar en esa dirección.

Aunque la división ‘ellos/nosotros’ resultó funcional para cohesionar un grupo frente a otros grupos que competían por los mismos recursos, puede manifestarse también ‘dentro’ del grupo: “en las sociedades occidentales nos estamos dividiendo en tribus, y el motor principal de esa división es la ideología política (…) si, como individuo, escuchas a los miembros de lo que tu grupo considera Ellos, te conviertes en sospechoso para los miembros de tu grupo. Rehusar escucharlos a Ellos es una señal clara de identidad y solidaridad con el grupo.”

Moralizar la vida política es letal porque destruye la esencia de la democracia: quien piensa diferente deja de ser un ser racional, decente y honesto. La encarnación del mal no está legitimada para participar en la configuración del camino por el que alcanzar el bien común. El único antídoto contra ese veneno social es el que propuso, entre otros, Carl Sagan en el que puede considerarse como su testamento intelectual (su novela de ficción ‘Contact’), aunque también podría valer lo que se puede ver en el largometraje ‘Independence Day’ en el que la humanidad debe cooperar para defenderse de unos alienígenas bastante poco amigables. Y, por supuesto, el modo más eficiente de reducir la violencia, de cualquier clase, es “convertirla en inmoral”, un mensaje esencial del texto de Pablo.

Aunque ya tuvimos bastantes oportunidades de vislumbrar con claridad cuál es el mensaje que nuestro autor desea transmitir a sus lectores durante las primeras doscientas páginas, es en las restantes 130 páginas, a partir del capítulo 5, donde se usa discrecionalmente la artillería ya expuesta para analizar el presente: “la moral se ha desbocado, vivimos una pandemia de moralidad en todas las esferas de la vida: la universidad, la vida laboral, los medios, las redes sociales, etc.”

Recurre a ideas tan sugerentes como el de ‘asesinato de la personalidad’: “la difamación es la destrucción de la reputación, estatus o carácter de una persona, o grupo de personas, por medio del lenguaje o publicaciones injustas (…) el poder de la difamación ritual reside en su capacidad para intimidar y aterrorizar (…) no se usa para persuadir, sino para castigar, para evitar el diálogo, el debate y la discusión de los que depende una sociedad libre.”

Los medios digitales han modificado radicalmente la expresión de la clásica indignación moral (1) sobredimensionando los estímulos que la desencadenan, (2) reduciendo el coste de expresarla y (3) incrementando los beneficios personales: “las redes sociales hacen negocio con nuestra indignación moral igual que las webs de pornografía con nuestra sexualidad (…) si la indignación moral es un fuego, internet y las redes sociales son su gasolina.” Es un muy mal negocio para nuestra convivencia que el mundo real se cocine antes en internet con una frecuencia que va rápidamente en aumento.

Malo revisa, por ejemplo, la cultura de la cancelación destinada a (1) aumentar velozmente el propio estatus social reduciendo el de los que son considerados enemigos, (2) reforzar los vínculos sociales de grupo, y (3) revelar quién es el enemigo (aquel que duda). Esa cultura impone un régimen de miedo en el que la gente tema expresar su opinión libremente y en el que nadie se atreva a poner en entredicho la verdad revelada: “el porcentaje de estadounidenses que tiene miedo a compartir sus ideas y se autocensura se ha triplicado desde la era McCarthy.”

Esa tendencia se opone a lo que se sostiene desde una cultura crítica: (1) corrige en lugar de castigar, (2) tolera la disidencia en lugar de silenciarla, (3) busca convencer en lugar de vencer, (4) rechaza la política del miedo, (5) anima al diálogo constructivo, a servirse de argumentos, a actuar de modo razonable y a evitar los ataques personales, y (6) quienes discuten presentan sus propias perspectivas, y las de los demás, de modo honesto y preciso.

El capítulo 6 es fundamental porque revisa ‘la nueva religión de la Justicia Social Crítica’. Sus contenidos están basados, esencialmente, en el texto de Helen Pluckrose y James Lindsay (Cynical Theories). Mientras que los principios básicos del liberalismo son la democracia, las limitaciones del poder del gobierno, los derechos humanos universales, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la libertad de expresión, el respeto hacia las distintas perspectivas y hacia el debate honesto, el respeto hacia la ciencia y la razón, así como la libertad religiosa, la Justicia Social Crítica pretende reventarlos para cambiar el mundo: “se ha convertido en una nueva religión, una tradición de fe que es hostil a la razón, a la falsación, al desacuerdo de cualquier tipo y que se cree en posesión de la verdad (…) es irónico que este movimiento basado en ‘problematizar’ todo tipo de privilegios esté liderado por activistas de las universidades más caras de USA, de las clases más privilegiadas y de mayor estatus dentro de su sociedad.”

Es curioso, por usar algún término descriptivo, que menos del 10% apoye expresamente las tesis de la Justicia Social Crítica pero que, aparentemente, se haya convertido en “la fuerza moral dominante del mundo occidental.” El abandono del catolicismo, a favor de doctrinas protestantes, especialmente el calvinismo, puede estar detrás de ese movimiento cultural. El calvinismo es una doctrina de la predestinación. Es igual lo que hagamos en la vida. Solamente los elegidos por Dios conocerán la salvación. Y los elegidos, naturalmente, somos ‘nosotros’, nunca ‘ellos’. En contraste, cuando todos somos pecadores, la democracia gana valor: todos somos iguales y pecadores, de modo que, si todos somos pecadores en origen, ¿quién tirará la primera piedra? “Si no tienes esta visión, entonces te crees con el derecho a juzgar a los demás –ellos son pecadores, pero tú no—y de perseguirlos y castigarlos (…) los santurrones fanáticos woke no queman ahora a las personas en la hoguera, pero sí arruinan sus reputaciones y sus vidas.” Algo similar escribía el psicólogo disidente Richard Lynn en sus memorias: “actualmente no se asesina o se amenaza de muerte a los disidentes, sino que se les priva de su modo de ganarse la vida.” Hasta intelectuales que siempre se habían situado del ‘lado de los ángeles’ han llegado a sufrir el acoso de los defensores de la fe. El caso de James Flynn es bastante ilustrativo (y aleccionador).

Los capítulos 7 (los problemas y peligros de la moralidad) y 8 (el futuro de la moralidad) cierran el estimulante ensayo de Malo.

La moralidad sería mala porque (1) cuando se moraliza un conflicto es más difícil resolverlo (“pensar que una opción es buena y otra mala es herir de muerte a la democracia … estamos viendo cómo científicos, académicos y filósofos piden que no se deje hablar a algunos de sus colegas de profesión porque son el demonio, el mal, y así la ciencia no puede avanzar”), (2) las sociedades morales se inclinan hacia el autoritarismo, la jerarquía, el elitismo y la desigualdad (“quien determina qué es lo bueno y qué es lo malo tiene un enorme poder”), y (3) promueve las guerras y los genocidios (“la moralidad es una adaptación para poner el Nosotros por encima del Yo, pero también para poner el Nosotros por encima del Ellos”).

Al revisar en el capítulo 7 cuáles son los problemas de la moralidad para la ciencia, Pablo recurre al excelente libro de Alice Dreger, Galileo’s Middle Finger, para concluir que “debemos separar ciencia y moral como se separó en su día Estado y Religión.”

El último capítulo ofrece recomendaciones para contribuir a atenuar la actual obesidad moral que está minando nuestra salud social. Resumidamente serían las siguientes:

1.- Convertirnos en ateos de la moralidad.

2.- Promover la cooperación en lugar de la competición.

3.- Extirpar la moralidad de la vida pública.

4.- Fomentar la creación de instituciones que mantengan bajo control nuestros instintos morales.

5.- Rediseñar las instituciones políticas para reducir el enfrentamiento.

6.- Despolitizar nuestras vidas. Hay mucha vida más allá de la política.

7.- Expulsar el adoctrinamiento de la vida pública, educación incluida.

8.- Fomentar el escepticismo, la crítica racional y la duda razonable: “si todo el mundo puede estar equivocado, nadie puede reclamar un poder especial para decidir lo que está bien o mal.”

9.- Admitir que el intento por suprimir los errores, a través de los conocidos como Ministerios de la Verdad o fact-checkers, tiene mucho mayor peligro que dejarlos circular libremente.

La frase final de ‘Los peligros de la moralidad’ es para escribirla en una nota adhesiva y pegarla seguidamente en la puerta de nuestro frigorífico:

Que la lucidez y la inspiración nos acompañen.”

Háganse con un ejemplar de este iluminador ensayo. No se arrepentirán.

5 respuestas a “¿Quién tirará la primera piedra?

Add yours

  1. Magníficas recomendaciones, Roberto. Efectivamente es «bueno» (con perdón; mejor «recomendable», interesante, constructivo, inteligente, ..) leer y dejarse inspirar por lo que apunta Pablo Malo, que no es nada «malo».

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario

Subir ↑