
En El tercer hombre, película basada en la novela de Graham Greene, hay una memorable escena, que se desarrolla en lo alto de la noria de Viena, en la que el novelista Holly Martins (Joseph Cotten) conversa con su amigo de la infancia, Harry Lime (Orson Welles). El segundo está envuelto en el lucrativo tráfico de medicinas adulteradas. Destaco el fragmento más relevante para el tema que nos ocupa:
‒ ¿Has visto a alguna de tus víctimas? ‒pregunta Martins.
‒ No me resulta agradable. ¿Víctimas? No seas melodramático. ¿Has visto ahí abajo? ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardara mi dinero o empezarías a calcular los puntitos que serías capaz de parar? Libre de impuestos, amigo. Libre de impuestos. Hoy día es la única manera de ganar dinero ‒ responde Lime.
‒ De nada te serviría ese dinero en la cárcel.
‒ La cárcel está en la otra zona y no hay pruebas contra mí…, excepto tú.
‒ Creo que te sería fácil deshacerte de mí.
‒ Desde luego.
El diario El País es claro en su condena de las medidas relacionadas con el aborto adoptadas por la Junta de Castilla y León. Hace suya una declaración del Ministerio de Igualdad:
“Las medidas podrían constituir una vulneración del derecho a la salud sexual y reproductiva de las mujeres, ya que coartan su capacidad de decidir libremente sobre sus cuerpos, poniendo en riesgo su salud y devolviéndolas a situaciones de inseguridad sanitaria y de dificultades de acceso a una atención eficaz”.
En el mismo artículo se recogen otras declaraciones reveladoras:
“Nuria Amarilla, de la asociación Juristas de la Salud, considera que habrá que ver el texto del protocolo para saber hasta qué punto se ajusta a derecho. Comenta: ‘En principio son las comunidades autónomas las que tienen que decidir qué prestaciones incluyen. Si en la aplicación de alguna forma se obstaculiza el derecho al aborto, sí podría ser ilegal. O si alguna mujer considera que se ha sentido coaccionada, podría denunciarlo. Pero por el momento solo conocemos declaraciones que puede que se queden en nada’.”
Siendo prudentes como Amarilla, mientras no se conozca el texto final, la versión preliminar del protocolo propuesto pretende que se ofrezca a las mujeres, además de las tres ecografías prescriptivas, la posibilidad de escuchar el latido fetal, respaldo psicológico y una ecografía 4D del feto, dejando claro, eso sí, que esa oferta no se puede imponer.
El debate sobre el aborto es antiguo. El hecho es que se ha practicado, legal, ilegal y paralegalmente, desde tiempos inmemoriales. En el Imperio Romano, por ejemplo, era relativamente frecuente. El padre decidía y la mujer padecía una arriesgada intervención. Es interesante señalar que el sociólogo Rodney Stark ha sugerido que la postura contraria al aborto de parte de los cristianos favoreció la extensión de su religión porque las mujeres interpretaron que las protegía de esas impuestas y agresivas interrupciones.
Hubo defensores y detractores, incluso dentro de credos religiosos emparentados como los católicos y los protestantes. En cualquier caso, el tema adquirió una nueva dimensión a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el aborto pudo practicarse con garantías para la salud de las mujeres. La Rusia soviética (1919), Islandia (1935) y Suecia (1938) estuvieron entre los primeros países en legalizar el aborto. En la Alemania nazi se aprobó una ley que permitía abortar a ‘hereditariamente enfermos’, pero, al mismo tiempo, se prohibió abortar a las mujeres de origen alemán. A partir de la segunda mitad del siglo XX, el aborto se legalizó en más países, aunque no cejó la polémica sobre la moralidad de esa práctica. Sigue habiendo hoy un sector de la sociedad, especialmente los católicos, pero no solo ellos, que la considera inmoral. Además, se la debería calificar jurídicamente de asesinato porque implica matar a una persona con alevosía, es decir, sin riesgo para quien la pone en práctica (Código penal, art. 139).
Personalmente no tengo ninguna esperanza de que, en estos momentos de polarización política y de fuerte wokismo, al que dedica especial atención Pablo Malo en un libro en el que critica duramente la moralización de la política, sea posible un verdadero diálogo entre quienes mantienen distintas posturas.
Pretendo plantear una alternativa basada en tres aspectos que considero fundamentales desde las perspectivas moral, política y jurídica. Ya expuse mi visión al respecto en un artículo que comentaba la reforma de la ley del aborto que propuso en su momento el Partido Popular.
Estamos, en primer lugar, ante un problema moral, es decir, una decisión personal que afecta al feto, término usado para definir el desarrollo del ser humano a partir de la octava semana de gestación, pero también a la madre de forma directa. Asimismo, afecta al padre porque desempeña un papel en la concepción, así como en su vida después del nacimiento, aunque en la actual ley de interrupción del embarazo (la del 2010, con el art. 172 añadido en el 2022) ignora su opinión. Solo se menciona en una ocasión a propósito de acciones formativas a desarrollar en los centros.
El núcleo moral de la disputa es el estatuto legal del feto, el nasciturus:
¿Es o no es una persona humana?
No hay acuerdo porque, en buena medida, depende del concepto de persona, algo también disputado tanto en filosofía moral como en derecho jurídico. Durante siglos, hubo humanos que no se consideraron personas en sentido pleno, sino mercancías susceptibles de compraventa. Y en situaciones especiales (tráfico de personas, genocidios…), algunas vigentes y otras recientes, tampoco.
Mi posición es clara: al menos después del anidamiento, pero incluso en las etapas embrionarias previas, existe una entidad individual (alguna más, en el caso de gemelos monocigóticos) cuyo desarrollo, si no ocurren problemas, llevará a un individuo que será un ser humano adulto. La posesión de un código genético único le confiere esa individualidad. Existen ciudadanos que no comparten esta valoración y consideran que interrumpir el embarazo no guarda relación con el estatus de ser humano.
Ahora bien, ¿qué ocurre en la duodécima semana, fecha en la que ya no hay derecho libre al aborto, salvo en circunstancias muy especiales, para que entonces pase a ser considerado un ser humano?
Por otra parte, ¿se aborta porque se sabe que no es un ser humano o se dice que no es un ser humano para abortar?
Los sesgos son frecuentes en las decisiones humanas por lo que es razonable considerar esas preguntas. Vivimos en una cultura, además, en la que se identifican opciones personales libre y autónomamente elegidas como derechos, algo difícil de justificar.
El segundo problema fundamental se centra en la relación de la justicia con la moral, especialmente en sociedades de democracia liberal con pluralidad de opciones morales. Moral y derecho son ámbitos diferentes, pero no separados. La justicia intenta regular los comportamientos de las personas y por eso parte de valores morales, los incorpora y los promueve: son los valores dominantes en una sociedad. En la medida en que así actúa se avanza a un sistema jurídico que es legal y legítimo, lo que garantiza un mayor respeto y obediencia entre la ciudadanía. La falta de legitimidad legal puede provocar una desobediencia legítima. Esa tarea es más complicada en sociedades pluralistas y es importante que se tenga más cuidado en las medidas que imponen comportamientos y se sea más flexible en aquellas que simplemente lo autorizan. Ninguna ley del aborto lo impone, sino que lo autoriza, pero eso no elimina el hecho de que algunas personas puedan considerar que lo permitido es inmoral, es decir, se encuentra privado de legitimidad jurídica. Y también se puede admitir la objeción de conciencia del personal sanitario que rechaza practicar abortos.
Soy partidario de que se permita legalmente el aborto, pero dejando libertad a las personas antiabortistas para desarrollar proyectos encaminados a disminuir esa práctica ofreciendo medidas alternativas como dación en adopción, el apoyo social y económico en el embarazo, así como en los primeros años de la vida del recién nacido, etc. Considero inaceptables las prácticas de acoso y hostigamiento en las puertas de los hospitales y me parece cuestionable ignorar la visión del padre, así como negar la objeción de conciencia del personal sanitario.
El tercer y último problema es más amplio y difuso porque se vincula al contexto social global. Es un hecho que la natalidad está decayendo en países como el nuestro, amenazando con un invierno demográfico que a duras penas se remedia con los procesos migratorios. Es igualmente claro que vivimos en una sociedad que ha potenciado ‒empezando por el neoliberalismo radical económico‒ un individualismo que sortea los vínculos sociales y que centra el modelo de plenitud personal en el desarrollo de su propio y específico proyecto individualizado y en la capacidad de consumo de bienes materiales. Eso es compatible con un paternalismo libertario y con un sutil, pero muy eficaz, control digital de las personas humanas en el que el control social no se produce ya por dispositivos sociales ocultos (Foucault), sino mediante una dominación digital transparente que pone en seria duda la autonomía personal que tanto se defiende. Esa coyuntura la aclaran, entre otros, Byung-Chun Han en su libro Infocracia. Al introducir, más allá de la duodécima semana, posibles excepciones que justifican el aborto, nos aproximamos a programas eugenésicos, muy antiguos en la humanidad, pero también muy presentes. En España, por ejemplo, ya casi no nacen personas con síndrome de Down. Eso sí, alabamos películas como Campeones.

Cierro regresando al principio y justificando la cita El tercer hombre.
La invisibilidad facilita los comportamientos inmorales. Cuando nadie nos ve, hacemos cosas que evitaríamos hacer si nuestra reputación estuviese en juego. Jacinto Benavente escribió una obra de teatro con un título que viene al caso: La honradez de la cerradura. Cuando ni miramos ni escuchamos, y ni siquiera vemos ni oímos a otras personas y colectivos, se convierte en algo más sencillo cometer actos inmorales contra ellos.
Los fetos pueden equipararse a esos puntos negros cuya desaparición va a ahorrarme dinero y a facilitar mi crecimiento personal.
Los campos de exterminio nazi eran la última etapa de un largo proceso de despersonalización y deshumanización de los seres humanos. La propuesta de Vox en la comunidad de Castilla y León duele porque presenta crudamente ese problema: mira y escucha a ese feto que quieres expulsar de tu matriz. Es evidente que facilitamos la decisión terminal si no se hace. Pero, en tal caso, se puede aplicar lo que dije a propósito de la ley del aborto: no se impone, sino que se ofrece.
Soy pesimista y asumo, al menos en parte, la crítica de Pablo Malo: vivimos en una sociedad muy polarizada. Los de Vox y, en menor grado, los del PP son fascistas o parafascistas a los que hay que estigmatizar y aislar con cordones sanitarios (moralización de una patología o patologización de una propuesta moral), hasta acabar definitivamente con ellos. La extrema izquierda, muy presente en el Ministerio de Igualdad, o el PSOE, son partidos que ocupan ilegítimamente el poder y que protegen a terroristas y feminazis.
Los exabruptos imposibilitan la deliberación democrática y suelen terminar mal: el escenario puede parecerse al pintado por Goya en la riña o Duelo a Garrotazos que en absoluto es algo doméstico, como demuestran los acontecimientos del Capitolio de Washington o el más reciente de Brasilia.
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