Ni lo merecen, ni tienen la culpa

Michael Sandel, profesor de filosofía política en Harvard y Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018, publicó ‘The Tiranny of Merit’ en 2020. Su lectura me ha producido sensaciones encontradas que pretendo concretar seguidamente y que creo resumir en el título de este post.

Como es natural, el autor se centra en su país, donde, por lo que parece, se sigue explotando la leyenda del sueño americano. Pero sustanciar esa leyenda requiere un nivel de igualdad que los intrépidos psicólogos diferenciales ya comprobamos que está ausente en los Estados Unidos. Por tanto, lo que Sandel expresa puede o no ser generalizable a otros países, a pesar de lo cual se le presta una, a mi juicio, inmerecida atención. Una vez más, el efecto halo, casi mágico, que quizá produce ser profesor de la Universidad de Harvard.

A la introducción (conseguir entrar) siguen 7 capítulos (ganadores y perdedores, breve historia moral del mérito, la retórica del ascenso, credencialismo, la ética del éxito, la máquina clasificadora, reconocer el trabajo) y se cierra con una conclusión (el mérito y el bien común).

La columna vertebral del mensaje de Sandel se construye sobre la idea de que quienes triunfan en su sociedad, presuntamente basada en el mérito personal, proclaman que se merecen su éxito. El reverso tenebroso es que quienes fracasan también deben considerarse responsables de ocupar las peores posiciones sociales (“si mi éxito es obra mía, su fracaso debe ser culpa suya”). La lectura perversa de esa división social es que el sistema parece justo cuando, según nuestro autor, no lo es en absoluto.

Al comenzar su ensayo denuncia la lucha titánica por ingresar en las universidades más prestigiosas de su país. Relata casos reales de cómo las familias con más recursos económicos están dispuestas a hacer trampas para conseguir que sus retoños ingresen en esos centros. ¿Por qué? Pues porque son la puerta de acceso a las mejores posiciones sociales.

Trae a colación el hecho de que existe una correlación entre las puntuaciones en el SAT (el famoso test de admisión universitaria) y el nivel socioeconómico de las familias de quienes completan ese test escolar. Sin embargo, omite, estratégicamente, que esa relación puede explicarse porque hay una tercera variable implicada: el nivel intelectual. Por supuesto que más de dos tercios de los estudiantes de las universidades más prestigiosas provienen de hogares situados en el 20% superior de la escala nacional de renta, pero la explicación puede no ser la que Sandel parece favorecer.

El complejo de superioridad de la élite es, para nuestro autor, una de las claves del auge de los populismos conocidos por todos, al haber desprestigiado activamente las, digámoslo así, ocupaciones manuales: “la concepción de la globalización como un fenómeno tecnocrático y favorecedor del mercado, fue adoptada por los partidos de izquierda y de derecha.” Quienes no prosperan en la nueva economía se sienten despreciados por quienes suben como la espuma: “en la actualidad, el 1% más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50% más pobre (y) la protesta contra la humillación tiene una mayor carga psicológica.”

Como es lógico por mi profesión, lo que más me interesó del texto de Sandel es la carga de responsabilidad personal que supone vivir en una sociedad presuntamente basada en el mérito. El hecho de que haya una abundancia de oportunidades, en absoluto implica que todo el mundo se encuentre en la misma disposición de aprovecharse de ellas. Tampoco, por supuesto, que quienes no lo hacen sean responsables de su fracaso. Eso de moverse dentro del tejido social entre los lugares más y menos apetitosos, según el talento de cada cual es, de hecho, un bombón envenenado: “el estado del bienestar ha dejado de ser un amortiguador de la responsabilidad para convertirse en un supervisor de la responsabilidad.” El hecho es que tu talento y tu trabajo se relacionan con dónde hayas nacido y con quiénes sean tus padres, aunque la retórica al uso, a la izquierda y a la derecha del arco político, proclame que una meritocracia no funciona así. Subraya Sandel que los ‘folks’ de la izquierda olvidaron, hace tiempo, su compromiso por equilibrar la balanza de los desfavorecidos por la mala suerte genética o divina.

El psicólogo del aprendizaje Richard Herrnstein puso los puntos sobre las íes, en ese sentido, en un célebre artículo publicado en 1971 en ‘The Atlantic’ y del que nos ocuparemos extensamente aquí en breve:

“Nuestra sociedad democrática rechaza las aristocracias y las clases privilegiadas, o que haya gente especial que pueda disfrutar de derechos también especiales. La visión de una sociedad sin clases sociales fue esencial en nuestra declaración de independencia, al igual que en el manifiesto comunista de Marx y Engels, por mucho que el modo de llegar ahí siguiese caminos bastante diferentes.

Con ese telón de fondo, la principal implicación de las diferencias de capacidad mental (o cognitiva, o intelectual), que se valoran constantemente en nuestra cultura occidental, es lo que dicen sobre una sociedad construida sobre las desigualdades humanas. El mensaje es tan claro que puede establecerse el siguiente silogismo:

1.- Si las diferencias de capacidad cognitiva se heredan.

2.- Si el éxito en nuestra sociedad requiere de esa capacidad.

3.- Y si el prestigio y los salarios dependen de ese éxito.

4.- Entonces la posición social, expresada por ese prestigio y esos salarios, estará basada, hasta cierto punto, en las diferencias cognitivas que se heredan.

No es una secuencia fácil de poner en entredicho en el tipo de sociedad que discute nuestro profesor de filosofía política, quien eleva tres denuncias que quiero destacar:

1.- Reiterar el mensaje de que somos individualmente responsables de nuestro destino y merecemos lo que tenemos, erosiona la solidaridad y desmoraliza a las personas a las que la globalización deja atrás.

2.- Insistir en que un título universitario es la principal vía de acceso a un puesto de trabajo respetable y a una vida digna, engendra un prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a quienes no han estudiado en la universidad.

3.- Poner el énfasis en que el mejor modo de resolver los problemas sociales y políticos es recurriendo a expertos caracterizados por su elevada formación y por la neutralidad de sus valores, es una idea tecnocráctica que corrompe la democracia y despoja de poder a los ciudadanos corrientes.

También me resultó especialmente sugerente el capítulo sobre el credencialismo, en el que se cuestiona lo que por estos lares podríamos llamar ‘síndrome de la titulitis’. Me apenó que no hubiera ninguna referencia a ‘The Bell Curve’ cuyos autores, entre ellos Herrnstein, llamaron la atención sobre esa misma situación allá por 1994, además hacer sonar las alarmas con respecto a cómo su sociedad se estaba dividiendo entre una élite y una subclase cognitiva. La presidencia de Obama fue un ejemplo de la denuncia que elevan Sandel y los autores de aquella incomprensiblemente polémica obra: “en una era meritocráctica, lo inteligente tenía más peso persuasivo que lo éticamente correcto.” Hillary Clinton siguió en esa misma línea: “en el corazón mismo del poder inteligente hay personas inteligentes, y estos profesionales de gran talento están entre los más inteligentes que conozco.”

La consecuencia de esa retórica es que “unos pocos (los dotados de credenciales educativas) gobiernan a unos muchos (los que carecen de ellas).” La política, por tanto, se ha ido polarizando según el nivel educativo de los ciudadanos, y el sistema ha ido excluyendo con entusiasmo creciente a quienes no estudiaron. Su modo de protesta ha sido abrazar el populismo, lo que ha supuesto un desprecio aún mayor de parte de las élites: “hoy en día la élite sabe que sus inferiores sociales son también inferiores en otros sentidos; básicamente, en aquellas dos cualidades vitales, la de la inteligencia y la del nivel educativo, a las que se les otorga el lugar de honor en el sistema de valores, ya más consolidado, del siglo XXI.”

La realidad, comenta nuestro autor, es que ningún ciudadano tiene mérito alguno por el hecho de disfrutar de las aptitudes que casualmente tiene y que son valoradas en la sociedad actual. Por tanto, no se merecen su éxito: “si nuestras aptitudes son dotes por las que estamos en deuda –con la lotería genética o con Dios—entonces es un error y un ejercicio de soberbia suponer que nos merecemos los beneficios que de ellas se deriven.”

Es una apreciación correcta, pero que Sandel olvida, quizá tendenciosamente, completarla: por supuesto que quienes disfrutan de esas aptitudes no merecen su éxito, pero tampoco son culpables: “una buena inteligencia o una magnífica voz, un rostro bello o una mano habilidosa, un cerebro ingenioso o una personalidad atractiva, son en gran medida tan independientes del mérito personal como las oportunidades o las experiencias que el poseedor haya tenido.”

Me encantó que nuestro autor trajera a colación una recomendación con la que suelo iniciar mis clases de introducción a la psicología diferencial en primer curso del grado de psicología: el relato de ficción Harrison Bergeron, basado en la idea de que ser diferente va en contra de la ley. Y usa el caso para señalar que los intentos de equilibrar la balanza social también tienen indudables peligros. Ponerle freno a los más capaces puede conllevar efectos colaterales difíciles de pronosticar. Y empujar a los menos capaces para que escalen la empinada cordillera social puede ser relativamente improductivo.

En este ensayo se denuncia el precio que supone la competitividad sin cuartel que existe por lograr una plaza en las universidades de mayor prestigio en los USA. Los jóvenes que compiten salen heridos del proceso (la tasa de suicidios ha aumentado un 36% entre 2000 y 2017), y, también, se erradica la función educativa de la universidad. Se propone, como antídoto, una estrategia basada en establecer umbrales mínimos de admisión universitaria, que lograrían superar muchos más candidatos que en la actualidad, y sortear seguidamente las plazas disponibles entre quienes hayan alcanzado esos valores (el mérito como un umbral en lugar de como un ideal a maximizar). Por supuesto, también habría que esforzarse para que el éxito en la vida no fuese tan dependiente de poseer un título universitario, algo que denunció hace tiempo Charles Murray en ‘Real education’, sin que tuviera ninguna resonancia social a pesar de que las líneas maestras de esa publicación se hubieran delineado en tres artículos suyos publicados en el ‘Wall Street Journal’ en 2007.

Habla Sandel de “ayudar a los trabajadores a encontrar empleos que se ajusten a sus aptitudes (…) Aristóteles argumentó que el florecimiento humano depende de que llevemos a efecto nuestra naturaleza mediante el cultivo y el ejercicio de nuestras capacidades.” Cómo se logre ese objetivo, no obstante, no parece preocuparle. La globalización, a través de algún mecanismo difícil de comprender, deja fuera de juego a la mayoría de los ciudadanos occidentales. La sociedad en la que viven no parece necesitar las destrezas que pueden ofrecer en el mercado. Habla nuestro autor de una crisis de reconocimiento, pero me temo que la cosa es bastante más gorda.

Las clases trabajadoras deben poder disponer de un salario y de unas propiedades que les permitan llevar una vida digna, pero el modo de alcanzar esa meta puede ser tortuoso. Sandel propone “ciertas restricciones al comercio, a la deslocalización de la producción y a la inmigración.” Es decir, el programa, al menos sobre el papel, de Trump, al que este filósofo pone a caer de un burro en varios lugares de su ensayo. Una cosa es lo que premia el mercado global y otra las actividades que contribuyen al bien común de nuestras comunidades de ciudadanos. La ingeniería financiera imperante beneficia a unos pocos, pero no aumenta la productividad de la economía general. ¿Recuerdan a qué se dedicaba Richard Gere en Pretty Woman y el paralelismo que se establecía con la ocupación de Julia Roberts? ¿Y cómo la segunda logra cambiar el modo de actuar del primero?

Los especuladores invierten un esfuerzo mínimo para obtener enormes beneficios económicos sin contribuir a la economía de verdad, esa que suministra bienes y servicios útiles a la comunidad.

El truco para mejorar la situación es encontrar un equilibrio entre el mérito y el bien común, sostiene nuestro autor: “cuatro décadas de globalización impulsada por el mercado han comportado unas desigualdades de renta y riqueza tan pronunciadas que nos han conducido a llevar estilos de vida separados.” Tampoco es nueva esta idea en absoluto.

Aunque la solución pueda verse, desde la realidad actual, como algo difícilmente alcanzable, debemos dirigirnos seriamente a buscar opciones creativas. Estoy seguro de que, al ponerse a ello, responsablemente, descubriremos que no eran tan complejo. La argumentación de Sandel parece llevarnos a concluir que la única solución viable, en el mundo actual, es obligar a quienes tienen más suerte en el juego de la vida a repartir sus absurdamente gigantes beneficios entre sus conciudadanos menos afortunados, esos, que son mayoría, que lo pasan mal para poder llevar una vida digna. Y no solamente en un sentido económico, que también, si no en el sentido de que su trabajo recobre el valor que tuvo. Las secuelas psicológicas suponen una amenaza justificada a la convivencia, así que sería necesario corregir la situación echando mano de la necesaria asertividad.

Lamentablemente, a cualquiera que pretenda contribuir a equilibrar la balanza se le acusa agresivamente de comunista o algo así. Si no dejamos a un lado los eslóganes y nos ponemos a trabajar con responsabilidad cívica, nos espera, y ojalá me equivoque, un futuro conflictivo.

Dejemos de echarle la culpa a quienes triunfan por atreverse a servirse de sus aptitudes para sobresalir en un mercado que les premia. Valoremos como se debe a los trabajadores que usan más sus manos que sus cerebros, apoyando que puedan percibir unos salarios considerablemente mejores y que puedan disfrutar de unas condiciones laborales verdaderamente dignas.

Los manipuladores de símbolos pueden desarrollar productos más valiosos en la llamada economía intangible, pero todos los ciudadanos usamos multitud de servicios que requieren de un trabajo manual escasamente simbólico. No se me ocurre ninguna razón de peso para valorar menos los segundos que los primeros. Y quienes argumenten en contra podrían fácilmente resultarnos sospechosos de padecer unos evidentes conflictos de intereses que deberían ser desterrados del mundo en el que convivimos.

5 respuestas a “Ni lo merecen, ni tienen la culpa

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  1. Buena entrada, Roberto. Desde luego, el mérito debe jugar un papel en la sociedad y es un principio ético elemental. Tomasello, A Natural History of Human Morality lo deja claro al explicar el origen de la moral / ética en los seres humanos como un rasgo absolutamente distintivo de nuestra especie, que no está presente en ninguna otra especie animal: la cooperación mutua va acompañada de un sentido de la justicia cuyo rasgo central es que cada personas reciba lo que merece.

    Dicho esto, el componente absolutamente aleatorio de las competencias y rasgos que cada uno posee por lotería genética (innato no es lo mismo que heredado) y por los avatares de la fortuna cotidiana hace que el mérito sea siempre solo parcial. Si aceptamos, por ejemplo, que el CI es un predictor elevado de éxito en la vida (yo lo acepto), quienes, por esa lotería genética (innata y parte de ella herededa), están en mejores condiciones de alcanzar puestos relevantes, deben siempre estar agredecidos, más que ir insistiendo una y otra vez en que tienen lo que se merecen.

    Por otra parte, si entendí bien a Herrstein y Murray, la sociedad debe buscar políticas sociales para que a) las desigualdades debidas a esas diferencias no generen un reparto realmente injusto de la riqueza; b) las personas que azarosamente tienen menos «triunfos» tengan garantizado un nivel digno de bienestar y dispongan de posiblidades reales de acceder a puestos de trabajo acordes con sus capacidades.

    Y creo que eso es lo que critíca Sandel: la sociedad actual, dominada por un invididualismo radical y otros rasgos que no voy a mencionar ahora, está provocano serios y graves problemas de justitica: aquí y ahora, sin ir más lejos, «En España hay 11 millones de personas en exclusión y algo más de la mitad, seis millones, es población en exclusión o pobreza severa. Una cifra, la de los seis millones, que no se superaba desde 2007 y que supone un aumento en dos millones de personas en esta situación respecto a 2018» (Caritas. Informe Foessa 2021). La promesa de no dejar a nadie atrás una vez más se incumple.

    El equilibrio entre mérito personal y solidaridad comunitaria no es fácil, pero es requisito inexcusable de una sociedad decente.

    Gracias por citar ese artículo de Herrstein, IQ, que no conocía, o lo había olvidado. Ya me he hecho con él. Y ese cuento de Harrison Bergeron, que no conocía y ya tengo también

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  2. El origen de la preponderancia de lo especulativo sobre lo productivo está en la moneda fiduciaria y la reserva fraccionaria. Cuando la moneda no se crea a partir de bienes tangibles, aquellos que producen esos bienes pierden peso en la sociedad.

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