La escuela y los parques de atracciones

Al decretarse el estado de alarma por la pandemia COVID (marzo de 2020) se publicó ‘La escuela no es un parque de atracciones’, de Gregorio Luri. Ignoro si la coincidencia tuvo un efecto positivo o negativo sobre la repercusión de este rotundo, comprometido y valiente ensayo, aunque espero que la primera opción sea la correcta.

Su tesis esencial es que a la escuela debe acudirse a adquirir conocimientos vinculados a las temáticas usuales (lengua, matemáticas, ciencias) que contribuyen a que los escolares trasciendan, superen, vayan más allá de sus experiencias personales sobre el mundo (“el paciente acude al médico para curarse y el alumno va a la escuela a adquirir conocimiento”). Ese proceso de adquisición requiere disciplina y esfuerzo, así como un profesorado que esté a la altura del reto de llevar a los escolares tan lejos como sean capaces de llegar. No obstante, “el 52% de los profesores españoles que imparte clases en la ESO asegura que no está lo suficientemente preparado en el contenido, ni en la pedagogía, ni en la práctica en el aula de las materias que enseña”.

La escuela que persigue esa meta compensa eso que los escolares no encontrarán ni en sus familias ni en sus experiencias cotidianas. Y ese efecto compensatorio resulta especialmente crucial en el caso de aquellos escolares que acuden a la escuela desde familias y entornos socialmente más desfavorecidos: “¿por qué hay que estar siempre cerca de la experiencia de los alumnos? ¿por qué no poner a los alumnos en situaciones que les permitan ir habituándose a trascender sus experiencias inmediatas para tener acceso al conocimiento del mundo?”

Esa perspectiva entra, no obstante, en tensión con las numerosas modas que vienen asolando el panorama educativo. Luri arremete contra los variados casos que tiene a su disposición (el trabajo por proyectos, las tecnologías, las inteligencias múltiples, la inteligencia emocional, el trabajo en grupo, los neuro-mitos, el brain training, el mindset, los estilos de aprendizaje, etc.) y cuyo denominador común puede ser el de que acumular conocimiento está pasado de moda y que ahora lo que se debe desarrollar en la escuela (y en la universidad, me permito añadir) son ‘competencias’ que sirvan para un roto y para un descosido. Algo, no se sabe muy bien qué, vacío de unos contenidos que, se da por hecho, serán obsoletos más pronto que tarde (“el enfoque competencial prioriza el cómo sobre el qué”).

Si los contenidos son lo de menos, entonces podemos zambullirnos, sin complejo de culpabilidad, en un cómodo océano educativo. Los profesores no tendrán necesidad de dominar sus materias al nivel que sería necesario, y tampoco será preciso estar al tanto de cómo van evolucionando los conocimientos que forman parte de las distintas disciplinas. ¿Para qué?

Es algo que Luri observa en secundaria y que quien esto escribe identifica en la universidad. No se trata de adquirir y consolidar sosegadamente conocimientos, sino de hacer infinidad de actividades que mantengan entretenidos a los chavales y que les impidan pensar. Es imposible que un estudiante pueda pararse a reflexionar cuando no deja de pedalear para adecuarse a los apretados plazos de entrega de minúsculos y ridículos trabajos de dudoso valor instruccional.

La tesis de que todo estudiante tiene derecho a aprender algo nuevo cada día y de que eso supone disciplina y esfuerzo se opone, absurdamente, a la de que ese proceso de aprendizaje sea tan estimulante como subirse al Dragón Khan. El alumno va a la escuela primordialmente a aprender lo que no sabe, pero necesita incorporarlo a su memoria, expandir sus conocimientos y organizarlos de un modo coherente, y alcanzar esa meta es compatible con el disfrute. Pero, eso sí, por ese orden. El disfrute debe venir al experimentar el goce de aprender.

La obra que comentamos se divide en tres partes: (1) ¿Existe la racionalidad pedagógica?, (2) En defensa del conocimiento poderoso y (3) Instrucción explícita y capitalismo cognitivo.

En la primera parte, Luri revisa algunas de las propuestas educativas ‘revolucionarias’ basadas esencialmente en que “el libro de texto forma con la pizarra, el pupitre, los deberes, la clase magistral, la asignatura, el examen, las notas, el aprendizaje memorístico y el profesor transmisor, el conjunto que conviene rechazar para ser un centro innovador.” Sin embargo, la evidencia, más allá de los nebulosos deseos, construidos desde un mundo de fantasía y cuyo origen es difícil de identificar, llevan a concluir que las innovaciones producen más costes que beneficios. Sabemos quienes salen perjudicados.

En la segunda parte se centra en el poder del conocimiento: “comprender es situar una información en el contexto adecuado para transformarla en conocimiento (…) podemos disponer de muchas herramientas, pero lo importante es cómo coordinarlas para resolver un problema.”

Me resultó especialmente interesante la acusación que Luri dirige hacia la psicología por su inclinación a poner patas arriba las consignas pedagógicas que han demostrado ser funcionales: “la psicología separa al individuo de su mundo, y, por tanto, a la juventud de los valores objetivos de su cultura.” La psicologización de la escuela convierte al individuo en sujeto en lugar de en ciudadano. Volveré enseguida sobre esta cuestión.

Nuestro autor usa algunos ejemplos concretos para ayudarnos a entender que la escuela que se basa en la transmisión de conocimiento y en la cultura del esfuerzo alcanza una mejor formación que las ‘innovadoras’. Uno de esos ejemplos es la Regis High School de Nueva York, un centro de educación secundaria, dirigido por jesuitas, que puede funcionar gracias a donaciones privadas y que acoge a estudiantes de origen económicamente humilde. Eso sí, para matricularse, los candidatos deben superar una serie de “pruebas intelectuales muy rigurosas.” En clase, los alumnos dedican un generoso tiempo a “establecer conexiones entre las distintas asignaturas.”

Un segundo ejemplo, también de Nueva York, es la Success Academy, una red de escuelas en la que “se quiere ofrecer a los niños de las familias más pobres un camino de esfuerzo para seguir el ritmo de los niños ricos.” Los alumnos de esas escuelas son afroamericanos e hispanos. Más de 8 de cada 10 provienen de entornos económicamente desfavorecidos, pero prácticamente todos superan los test estatales de lengua y matemáticas: “igualan o superan los resultados de las zonas más ricas del estado.”

Un tercer ejemplo es la (británica) Michaela Community School. ¿Por qué? Porque pone patas arriba “los dogmas de la ortodoxia pedagógica.” Por ejemplo, subraya que la enseñanza explícita es mucho más efectiva que la orientada al descubrimiento autónomo y que es positivo usar uniforme escolar: “desde que abrió sus puertas, la Michaela ha sido objeto de campañas de desprestigio por sus ideas supuestamente anticuadas y la prensa insiste en calificarla de controvertida.” No obstante, a su equipo directivo le trae sin cuidado que haya “quien considere que valores como el honor, la disciplina, el agradecimiento, el respeto a la autoridad o los buenos modales son algo anticuado.”

Luri y quien esto escribe estamos de acuerdo en muchas cosas. De hecho, en la mayoría. Pero no en todas, como es natural. Hay al menos dos en las que discrepamos, al menos aparentemente.

Primero, la acusación dirigida genéricamente a los psicólogos. ¿Por qué? Porque en absoluto todos los psicólogos concordamos con esa visión psicologicista de la educación que él denuncia correctamente.

Segundo, la idea de que la atención es el nuevo cociente intelectual. ¿Por qué? Porque la atención es una, pero solo una, de las capacidades cognitivas que la inteligencia se encarga de coordinar. Él mismo destaca el relevante papel de otras capacidades, como la memoria a corto plazo o la memoria a largo plazo, además de la atención. El intelecto está más allá de esas capacidades, incluida la atención, porque su cometido es orquestar su actuación para dirigir la acción. Es ilegítimo tomar la parte por el todo. No es la atención el mejor predictor del desempeño académico, sino el intelecto cuyo nivel podemos resumir eficientemente a través del CI. De hecho, quizá inadvertidamente, él mismo lo admite: “la inteligencia es la habilidad para gestionarlo todo bien.”

En la tercera parte, Luri defiende las virtudes de la instrucción explícita y se mete en el jardín del capitalismo cognitivo. La evidencia es clara al señalar que la enseñanza dirigida rinde mayores beneficios en general, aunque, me permito añadir, eso no significa que la enseñanza orientada al descubrimiento sea ineficaz para determinados estudiantes. El problema, pienso, es que los gurús de las revoluciones educativas hacen sus propuestas sin salir de sus elitistas burbujas, dentro de las que habitan sus propios retoños. Observaron que aprendían por sí mismos sin mayores problemas y supusieron, erróneamente, que eso podría y debería generalizarse sin más a la población escolar. Naturalmente, los psicólogos que en absoluto nos sentimos aludidos por la acusación que Luri dirige hacia la psicología en general, hace tiempo que sabemos que esa miope percepción resulta dañina para una mayoría de los escolares.

Pero las aguas, en la actualidad, son turbulentas. Las encuestas de PISA ofrecen resultados inquietantes: “el 76% de los profesores españoles defienden que para mejorar el aprendizaje hay que incentivar el desarrollo del pensamiento crítico, el 71% que hay que trabajar las inteligencias múltiples de manera individualizada, y el 59% que hay que fomentar el trabajo cooperativo en las aulas.”

Como acertadamente señala nuestro autor, es absurdo pretender fomentar el pensamiento crítico sobre un conocimiento inexistente: “bajo el disfraz del pensamiento crítico lo que llega a las aulas es una forma de anti-intelectualismo.” Es cierto que hay diferencias entre las ciencias naturales y las humanas, entre las axiomático-deductivas y las inductivas, entre los saberes que explican y los que comprenden, pero es falso que en la escuela no se deba hacer un esfuerzo por conectarlas para ayudar al alumno a integrarlas en un modelo coherente que le ayude a navegar por su mundo. Al igual que, por cierto, se pretende en la Regis School que Luri destaca en su ensayo como ejemplo de buen hacer.

Al discutir el capitalismo cognitivo, se destaca la relevancia de las disciplinas STEM, que, tristemente, resultan cada vez menos atractivas a nuestros alumnos. Una causa puede ser que el profesorado está inadecuadamente preparado para enseñar esas disciplinas. Pero “no tendremos futuro colectivo si no nos tomamos muy en serio, estratégicamente, las STEM (…) en un contexto educativo en el que las emociones han alcanzado tanto protagonismo, hasta el punto de que hay que emocionarse para que se pueda aprender, es difícil enfrentarse a los datos fríos, íntimamente ligados con una concepción impersonal del mundo.”

Señala Luri que el 85% de los alumnos de las universidades politécnicas, en la que se enseñan las STEM, provienen de familias de clase social alta. El sistema abandona a su suerte a quienes están fuera de esa élite económica al centrarse en lo irrelevante.

Nuestro autor ve con recelo la creación de élites cognitivas, y con razón, aunque se olvida de comentar que esa denuncia ya fue elevada hace casi treinta años, para el caso de los Estados Unidos, por Richard Herrnstein y Charles Murray en su vilipendiada ‘The Bell Curve’. Por supuesto, quienes les atacaron sin piedad fueron aquellos que más tenían que perder al poner en cuestión sus privilegios. Hicieron lo posible para que se mirase hacia otro lado y ellos pudieran seguir a lo suyo, que es mantener sus ventajas a costa de engañar a los demás, a quienes podrían competir con ellos si las circunstancias no se lo impidiesen activamente.

Así concluye Luri:

“La reducción de los objetos de nuestro pensamiento es la reducción de nuestro pensamiento, de nuestra creatividad, de nuestro pensamiento crítico, de nuestra humanidad. Es la renuncia a estirar la goma de nuestra inteligencia.”

Francamente, no encuentro a un mejor candidato que Gregorio Luri para ocupar la cartera de educación en nuestro país y contribuir a mejorar la actual preocupante coyuntura. Los políticos responsables, que los hay, de eso no hay duda, deberían considerar seriamente apostar por lo que este autor propone desde una honestidad intelectual que es casi imposible encontrar al mirar en derredor.

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