Mitos sobre la inteligencia humana

Russell Warne gusta de destruir mitos sobre el principal atributo de la humanidad, es decir, nuestro intelecto. Imagino que en su asignatura del grado de psicología de la universidad estadounidense en la que trabaja (Utah Valley University), dedica un prolongado tiempo a esa actividad y supongo que se ha servido del material que pone encima de la mesa para su publicación de 2020:

In the know. Debunking 35 myths about human intelligence.

Personalmente estoy más de acuerdo con la perspectiva de Ian Deay de dejar a un lado la tendencia a intentar justificar los errores del pasado, o destruir las leyendas urbanas, para sentirse más cómodo haciendo lo que se hace habitualmente ahora. El presente es mucho más interesante y exige concentrarse en la tarea ignorando las excavaciones arqueológicas. También es más eficiente y saludable evitar perder el tiempo en intentar convencer a quien tiene claro que nunca atenderá a una incómoda evidencia. Pero cada cual es cada cual.

Divide Warne su texto en siete secciones: la naturaleza de la inteligencia, la medida de la inteligencia, las influencias sobre la inteligencia, inteligencia y educación, consecuencias de la inteligencia sobre la vida cotidiana, diferencias de grupo, y cuestiones éticas.

Es, hay que decirlo con claridad, un libro escrito para el público de su país. El hecho, para un psicólogo como yo, residente en la unión europea, es aburrido. A los estadounidenses se les hace insuperable la tendencia a mirarse el ombligo. Todo debe girar a su alrededor para que les sea moderadamente interesante.

Un ejemplo revelador: para Warne, el primer autor que se interesa por la inteligencia humana es el británico Francis Galton. Russell es casi un recién llegado al campo de la psicología de la inteligencia, y, por tanto, ignora, o eso parece, que Huarte de San Juan ya se interesó por ese factor psicológico en el siglo XVI, hecho reconocido, entre otros, por Ian Deary, Douglas Detterman o Earl Hunt. Richard Haier y un servidor le dedicamos a Huarte el espacio que merece en ‘The science of human intelligence’, la edición revisada y actualizada de ‘Human intelligence’ (E. B. Hunt) que esperamos ver publicada en algún momento no lejano. Ofrecemos un texto con un sabor y unos contenidos mucho más internacionales que lo que se puede encontrar en ‘In the know’.

El autor arremete contra Gardner sin piedad. Y con razón. La propuesta de las inteligencias múltiples es engañosa porque descansa en casos extremos o excepcionales, pero además está obsoleta, lo que aumenta la sorpresa de que haya numerosos programas educativos en la actualidad supuestamente inspirados en Gardner: “es bastante probable que las intervenciones basadas en ideas incorrectas sean dañinas.” Dedicarse a promover presuntas inteligencias, en detrimento de las capacidades valiosas en una determinada cultura, es una pésima apuesta educativa para un país. A Gardner no le interesa eso de la evidencia.

También desacredita a Sternberg. En concreto, su tesis sobre la mayor relevancia de la que él denomina ‘inteligencia práctica’ que la del factor general de inteligencia (g): “si los resultados muestran que la inteligencia práctica se aplica a diversos contextos, entonces se apoya la teoría; si se muestra que es relevante en algunos contextos específicos, también se apoya la teoría.” No hay manera de encontrar pruebas que la refuten. Es imposible estar equivocado.

En cuanto a la medida de la inteligencia, Warne resume las pruebas sobre su validez. La evidencia es contundente y coherente con el hecho de que ninguna compañía podría comercializar un test de inteligencia que careciese de las adecuadas garantías. Todo lo demás son fuegos de artificio para mayor provecho de determinados intelectuales que buscan renombre criticando un producto creado por su propia imaginación (una persona de paja), pero que suena razonable para algunos (a) con evidentes conflictos de intereses o (b) que desconocen la evidencia y son engañados por los primeros.

Un hecho que discute el autor es el de la mejora de la inteligencia, en relación con su heredabilidad. Correctamente, subraya que la segunda se basa en la variabilidad (varianza) mientras que la primera se centra en los valores medios del rasgo. Vale la pena destacar el mensaje porque se confunde con facilidad. La inteligencia de la población podría mejorar visiblemente sin modificar ni un ápice la heredabilidad asociada a ese rasgo psicológico. También señala que los programas de mejora de carácter educativo y social funcionan, pero deben mantenerse en el tiempo para evitar que las aguas vuelvan a su cauce. Nada nuevo bajo el sol. Finalmente, se suscribe a la tesis de que mejorar capacidades específicas no mejorará g porque los modelos sobre la estructura de la inteligencia impiden que se pueda alcanzar ese objetivo: “entrenar a la gente para mejorar su desempeño en determinadas tareas no aumentará su g porque esas tareas no influyen causalmente en los niveles de g de esa gente.”

Se lamenta Warne de que las autoridades educativas de su país hayan dejado a un lado la relevancia de g en la escuela: “hay consecuencias reales cuando los educadores aplican políticas educativas que ignoran g (…) por alguna razón, la mediocridad solamente se permite en adultos, nunca en niños. Me pregunto de dónde salen los adultos que no son intelectualmente superdotados.” Por mucho que nos pongamos objetivos maravillosos, fracasaremos si se basan en supuestos erróneos. Es probable que esa práctica nos haga inmensamente felices, pero nuestras ansias de infinitud teórica acabarán dañando a los verdaderamente interesados: “exponer al niño promedio a lecciones que son incapaces de entender es cruel (…) permitir que los niños más dotados puedan seguir su ritmo no significa dejar a un lado a los demás (…) los educadores suelen rechazar o no entender las implicaciones de las diferencias individuales de inteligencia.”

Ante ese tipo de realidades, que un test de inteligencia puede revelar con facilidad, una reacción usual es, por supuesto, echarle la culpa al test. Pero, aunque se evite valorar con precisión el problema escondiéndolo debajo de la alfombra, esa acción de camuflaje no lo hará desaparecer. Al contrario, se permitirá que siga actuando sin que se sepa qué está ocurriendo de hecho: “a la realidad le importan un comino las buenas intenciones.” No se trata de que nos sintamos bien, sino de ser responsables con los interesados.

Critica tendencias ‘cool’ de la actualidad como el mindset o el grit (perseverancia). Su revisión se puede resumir así: “cualquiera que, en pleno siglo XXI, declare haber descubierto un nuevo rasgo psicológico, cuando la psicología como ciencia existe desde hace más de un siglo, está diciendo que los miles de psicólogos que estuvieron antes por aquí era miopes o algo así.”

En cuanto al uso de test para los procesos de selección en centros educativos de prestigio, repasa la evidencia para concluir que no hay alternativa tan robusta e imparcial como los test estandarizados. El uso de, por ejemplo, las calificaciones escolares obtenidas previamente, beneficia a los de siempre, es decir, a los mejor situados socialmente por motivos ajenos a sí mismos. De hecho, hubo escándalos en lugares como California relacionados con la falsificación de puntuaciones en esos test de ingreso escolar, por parte de padres económicamente privilegiados, dirigidos a beneficiar a sus retoños, quienes habían fracasado en esos test a pesar de sus ventajas socioeconómicas: “si las universidades eliminasen test de admisión como el SAT, quienes se verían perjudicados serían los estudiantes capaces pero provenientes de peores entornos socioeconómicos”.

Con respecto al uso de test de inteligencia en los procesos de selección de personal, el autor subraya que es raro que los empleadores se sirvan de ellos, a pesar de su demostrada utilidad para mejorar el retorno de la inversión que supondrá pagar la nómina de los empleados. En 1963 se usaban masivamente (90%), pero en el siglo XXI apenas lo usa un 10% de las compañías. Al menos en los Estados Unidos. Pero “contratar al candidato más motivado ignorando g resultará en que la compañía pague a un trabajador muy motivado pero incompetente (…) cuando los compañeros más competentes, pero igualmente valorados económicamente que los incompetentes, se percaten de la situación, algo que sucederá, buscarán otras empresas que les valoren adecuadamente (…) la madre naturaleza no es igualitaria y presenta una tendencia a frustrar los planes de los reformadores sociales que buscan igualar los resultados de personas que son diferentes en los rasgos socialmente más relevantes.”

Hace cálculos, al igual que hizo Deary en su librito de 2020, sobre cuántas personas hay en su país con una capacidad intelectual por encima de 160 y de 170. Resultado: 10.300 y 500, respectivamente. Más o menos. Y eso lo hace no para divertirse, sino para ofrecer el mensaje de que esas personas son económicamente muy valiosas para promover el desarrollo y el bienestar de los ciudadanos de su país. Imagino que también sucederá algo similar en los demás.

En la parte sobre diferencias de grupo (sexo o ancestralidad) en inteligencia, Warne comienza aclarando que es una pequeña parte de lo que se investiga en el campo. En el caso de la variable sexo, subraya la relevancia que puede tener que ellos sean más variables que ellas, no solamente en inteligencia sino también en peso, estatura, personalidad o estructura cerebral. En cuanto a la ancestralidad, se focaliza en USA, por supuesto, y apoya una versión en la que las causas de las documentadas diferencias entre las dos principales poblaciones de aquel país son ambientales y genéticas (the default hypothesis). Considera poco probable que la influencia genética sea de cero: “por definición, las diferencias entre los grupos raciales no poseen un origen completamente ambiental.” A mi se me escapa de dónde proviene la justificación de esta declaración, ya que, por definición, son las variaciones en el ambiente las que modelan evolutivamente las variaciones genéticas que puedan identificarse eventualmente en la actualidad. Su frase de que “sinceramente deseo que la hipótesis hereditaria sea falsa” no arregla el desaguisado de que se decante por una versión sin pruebas verdaderamente sólidas.

Hacia el final de su obra, el autor se centra en cuestiones de ética, basándose en cinco principios:

1.- Todo humano debe disfrutar de lo estipulado en la declaración universal de derechos.

2.- La verdad existe y es la que es. A la verdad le traen sin cuidado las metas y deseos de los humanos. Darle la espalda a la verdad no hará que se adecue a lo que se desea.

3.- Las políticas sociales funcionarán mejor al basarse en conocimientos científicos precisos sobre el mundo y sobre la psicología humana. Se hace daño al aplicar programas sociales, basados en falsedades, que se plantean objetivos imposibles.

4.- Desde una perspectiva evolucionista, las diferencias son buenas para la especie. Pero ninguno de los distintos rasgos que puedan considerarse es bueno o malo en sí mismo (per se).

5.- Todas las ideas deben discutirse abiertamente para averiguar cuál se ajusta mejor a la evidencia disponible.

Mientras que no se ha demostrado jamás que el estudio científico de la inteligencia haya provocado alguna clase de daño social, “los censores que desean limitar el estudio de determinados tópicos han dañado, de hecho, a algunos científicos dejándoles sin trabajo, destruyendo su reputación, estimulando la violencia física contra ellos, y limitando su libertad académica (…) el daño real está por encima del presunto daño y esos censores han infligido el primero al intentar prohibir la investigación que les disgusta.”

Infantilizar al público potencial es una horrenda práctica, muy del gusto de algunos: “los estudios de James Flynn han salvado vidas humanas, lo que nunca hubiera ocurrido si no se hubiera dedicado a debatir académicamente con Jensen sobre diferencias raciales”, algo que algunos pretenden que los ciudadanos de a píe ni se planteen. No vaya a ser que alguien se ofenda por algún líquido motivo.

Por supuesto, explora el delicado tema de la eugenesia para concluir que, si se recurriese al pasado para poner en entredicho la actualidad, entonces serían legión las disciplinas científicas que deberían colgar los hábitos y echarse al monte. La psicología de la inteligencia no tiene nada de especial en ese sentido (“los defensores más recalcitrantes de la eugenesia en su momento fueron médicos, biólogos y reformadores sociales”). Por cierto, no se corta en señalar que la iglesia católica fue la más firme opositora de las prácticas eugenésicas. En USA, las leyes de esterilización continuaron vigentes hasta entrados los 70 del siglo pasado. En Japón, la esterilización obligatoria se detuvo en 1996, en Dinamarca en 1967, en Finlandia en 1970, en Suecia en 1975 y en Noruega en 1977. De España no dice nada porque no hay nada que decir, por cierto.

Tampoco se reprime al argumentar al igual que el “odiado” Richard Lynn, comentando que, aunque no se use el término ‘eugenesia’, en la actualidad se aplican con entusiasmo, a lo largo y ancho del planeta, prácticas de esa naturaleza (aborto, donación de esperma y óvulos, edición genética, etc.). Como si el lenguaje crease o destruyese realidades, ya saben.

Aunque algunos, quién sabe quiénes, puedan pensar lo contrario “la investigación de la inteligencia ni es de izquierdas ni de derechas”. Aún así, quizá convenga saber que las inclinaciones políticas de los científicos de la inteligencia gravitan hacia la izquierda en una ratio de 2,5 a 1. Un elocuente ejemplo de lo que eso puede significar en un sentido social: si realmente se comprende que un bajo nivel de inteligencia puede complicar que alguien consiga un empleo digno, se apoyará fácilmente la ayuda de la sociedad a los ciudadanos que encuentren mayores dificultades por esa causa mental. Garantizar la existencia de una red de salvaguarda social para los más débiles es una consecuencia lógica. Las buenas intenciones basadas en una evidencia inexistente perjudican en lugar de ayudar a los peor parados socialmente. Hay que considerar que niveles de inteligencia de entre 75 y 90 constituyen un factor de riesgo social:

“A los poderosos [quienes organizan el cotarro] les cuesta entender las dificultades con las que se encuentran a diario sus conciudadanos con un bajo nivel de g.”

Ignorar la relevancia social de la inteligencia no evitará su influencia, de modo que la naturaleza seguirá impasible su curso. Mirar para otro lado puede considerarse, de hecho, una auténtica canallada. Quienes rechazan visceralmente con mayor vehemencia la investigación y los resultados sobre la inteligencia de los humanos, se encuentran aquejados, en el mejor de los casos, de la falacia psicológica, es decir, la tendencia a asumir que los demás piensan y actuan más o menos como nosotros. Ese equivocado supuesto producirá graves situaciones fácilmente evitables si nos ponemos manos a la obra. Algunos ejemplos.

1.- Las personas de menor nivel intelectual son más fácilmente manipulables y pueden llegar a declarar auto inculpándose, sin darse cuenta, en un juicio.

2.- Las personas con mayor inteligencia son las que organizan la sociedad y a menudo se les escapa cuáles son los procesos mentales característicos de quienes presentan una menor inteligencia que ellos.

Pensar en las limitaciones de los demás a la hora de planificar las normas sociales sería solidario y responsable.

3.- Las personas no son recursos humanos moldeables con facilidad.

Es insuficiente detallar sobre el papel qué se debe hacer para tener éxito en nuestra sociedad.

4.- Plantear exigencias absurdas para elegir quién podrá desempeñar una ocupación perjudicará a quienes presentan un menor nivel intelectual, y, en consecuencia, menos credenciales educativas.

Usar criterios de selección adecuados ayudaría a los ciudadanos peor parados al intentar cruzar las puertas que se interponen entre ellos y una profesión que les permita llevar una vida digna.

Concluyendo: el intento de Warne es loable y seguramente escribió este libro porque pensó que era su obligación o sintió un irrefrenable impulso para hacerlo.

En cualquier caso, será improbable que tenga algún impacto en quienes carecen de la mínima intención de poner a prueba sus generalmente interesadas creencias. Lo importante es que quiénes tengan capacidad de decisión e influencia en nuestra sociedad conozcan los hechos y eviten dejarse seducir por los mundos de fantasía, generalmente plagaditos de evidentes conflictos de intereses, pintados por determinados autores de renombre.

Se necesitan evidencias, no argumentos de autoridad vomitados por supuestos “expertos”. Recuérdese que, en ciencia, 999 investigadores pueden acordar que 2 + 2 = 5, pero el investigador que falta para llegar a 1.000 estará de posesión de la verdad al concluir que 2 + 2 = 4.

9 respuestas a “Mitos sobre la inteligencia humana

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  1. Interesante controversia basada en conocimientos, investigación, evidencias.Las opiniones, no debemos olvidarlo, también se basan en creencias y hoy las neurociencias insisten en encontrar razones para objetivizar el cómo los sistemas de pensamiento condicionan diversos tipos de inteligencia, cómo se organizan los circuitos cerebrales para producir respuestas «inteligentes» y como esta variopinta especie humana se comporta, discutiendo pros y contras.Buen aporte Roberto.

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