Diferencias de inteligencia, variaciones genéticas y cerebro

Ian Deary, Simon Cox y David Hill publican una actualización alrededor de los avances de la investigación sobre la relación de las diferencias intelectuales con las variaciones a nivel genético y cerebral.

Es un artículo breve, pero contundente, en el que se concluye que hay bastante evidencia disponible. Sin embargo, esa evidencia sigue desvinculada de explicaciones mecanicistas que conecten las variaciones genéticas con las cerebrales y éstas con las conductuales.

Comienzan delimitando la naturaleza del fenotipo ‘inteligencia’ como el factor psicológico que permite resolver problemas de modo rápido y preciso. Además, las medidas de inteligencia revelan una considerable estabilidad durante el ciclo vital y los cambios en las distintas capacidades mentales se encuentran orquestados. El siguiente paso consiste en recordar la utilidad de lo que se mide con los test de inteligencia para pronosticar conductas socialmente relevantes (educación, ocupaciones, salud). Pero se sigue sin saber por qué algunas personas son más inteligentes que otras, y es para responder esa pregunta, sospechan los autores, para lo que se debe hurgar en el genoma y en el cerebro.

El genoma se ha podido mirar con precisión, por lo que se refiere al fenotipo inteligencia, desde 2011. Una estrategia interesante ha consistido en averiguar si quienes son más semejantes genéticamente, en la población, son también más similares en su nivel intelectual. Esta aproximación se ha aplicado también mirando el cerebro. Especial protagonismo poseen, por su puesto, las puntuaciones poligenéticas (PPGs), es decir, la combinación en una sola cifra de las numerosas asociaciones (cientos) de las variaciones genéticas con las diferencias fenotípicas de inteligencia.

Probablemente una de las cuestiones más interesantes del uso de esas PPGs a la hora de estudiar el efecto del ambiente, por sorprendente que pueda parecer, es que esas PPGs predicen mejor cuando hay parentesco genético padres-hijos (familias estándar, para entendernos) que cuando no lo hay (familias adoptivas). Ese dato implica que “la varianza que contribuye a explicar una PPG captura efectos genéticos directos e indirectos (mediatizados por el ambiente).”

La evidencia actual es proclive a concluir que el uso de PPGs sigue siendo relativamente inútil para hacer pronósticos de los que nos podamos fiar. Por ahora permiten hacer pronósticos equivalentes a los que se pueden alcanzar usando, por ejemplo, el nivel socioeconómico familiar.

Pero a los autores les interesan los mecanismos que hay detrás de esa clase de asociaciones. Los genes identificados se suelen expresar en el cerebro, de modo que resulta prioritario establecer cómo se produce esa conexión en concreto:

“La expresión genética que se asocia a la inteligencia se materializa en la corteza cerebral en general en lugar de en regiones específicas, y la asociación de las diferencias genéticas e intelectuales se encuentra probablemente mediatizada por las diferencias individuales en la estructura del cerebro.”

Es decir, que la contribución genética pasa necesariamente por el cerebro antes de llegar al fenotipo. Así dicho no parece un gran descubrimiento resultado de un momento de arrolladora iluminación intelectual.

Eso si, las variaciones genéticas que se han asociado a las diferencias de inteligencia que revelan las puntuaciones en los test estandarizados, suele agruparse en aquellos genes que la investigación ha vinculado a la neurogénesis, las sinapsis, la diferenciación neuronal y la diferenciación de los oligodendrocitos (células de la glía que se supone regulan la comunicación neuronal).

Un hecho que complica el panorama es que los genes que se han asociado a la inteligencia también se han asociado a otros fenotipos como el nivel educativo (r = 0,75). Esa evidencia demuestra algo que era fácil imaginar: los genes, al igual que el cerebro, sirven para un roto y para un descosido, es decir, son ‘generalistas’. Por tanto, ese mecanicismo que persiguen nuestros autores puede convertirse en una meta inalcanzable. Estoy de acuerdo en que el esfuerzo vale la pena, pero conviene tener la mente abierta para evitar decepciones imprevistas.

Al centrarse en el cerebro confiesan que a pesar de que la asociación de las diferencias de volumen cerebral general con la inteligencia está adecuadamente documentada, lo más probable es que sean más relevantes los “múltiples aspectos que caracterizan la estructura y el funcionamiento del cerebro.”

Los autores no pueden resistirse, no obstante, a la tentación de destacar determinadas regiones como la ínsula, el cingulado posterior y el precuneo. Subrayan la relevancia de la superficie cortical y de las regiones de asociación que han evolucionado más recientemente, pero reconocen que las correlaciones con las diferencias fenotípicas de inteligencia nunca superan valores de r = 0,30. 

Este último dato recuerda, de un modo bastante inquietante, a la famosísima barrera del 0,30 con la que se encontraron hace más de cuatro décadas los psicólogos cognitivos que intentaron entender el intelecto humano recurriendo a procesos mentales específicos. Es mi obligación recordar que Deary abominó de esa aproximación cognitiva precisamente por esa clase de limitaciones. Ahora parece que le preocupa menos al considerar variables biológicas: “estas estimaciones parecen robustas y replicables en muestras de gran tamaño.”

En el capítulo sobre conectividad entre regiones del cerebro, los autores se muestran encantados con algunos de los logros asociados a las medidas globales de conectividad que expresan, supuestamente, eficiencia en la transmisión de información, a lo largo y ancho del cerebro, incluso en estado de reposo. Aquí pueden ver un ejemplo ilustrativo.

En las conclusiones del artículo se apresuran a comentar que su pasión mecanicista no implica que ellos abracen la idea de que la contribución de las variaciones genéticas y cerebrales a las diferencias fenotípicas de inteligencia deba interpretarse como “una contribución inmutable a la inteligencia (…) reconocemos y animamos a buscar otras causas distintas a las biológicas.”

Llegado a este punto es imposible que me resista a hacer una confesión personal derivada de uno de mis intercambios epistolares con el profesor Earl B. Hunt. Le pedí consejo, como suele hacerse con los maestros, sobre la probabilidad de encontrar algo medianamente interesante en el cerebro al comparar individuos de alta capacidad intelectual (gifted) con individuos ubicados alrededor de la media de la población. Ahí va su aleccionadora respuesta:

“Aunque puedo estar de acuerdo en que la estructura y el funcionamiento del cerebro es responsable en última instancia de cualquier conducta, estoy en desacuerdo con que la alta capacidad intelectual (giftedness) se puede estudiar a nivel cerebral sin prestar una atención considerable a los factores del ambiente en un amplio sentido. Esta es precisamente una temática en la que resulta esencial una aproximación que integre lo biológico y lo social. De no hacerlo así, estarás ignorando el consejo de Platón de esculpir la naturaleza en sus conexiones. Pienso exactamente lo mismo de quienes proponen estudiar exclusivamente las variables sociales, es decir, aquellos que se centran en la naturaleza de los programas de preescolar.”

Este fue un mensaje que me envió el 8 de febrero de 2016. Falleció dos meses después.

Estuve pensando en el documento de cuatro páginas que me envió detallando cómo debería ser la investigación ideal para alcanzar alguna conclusión medianamente ilustrativa. Finalmente, opté por la versión mecanicista y reduccionista que sería del agrado de las inclinaciones de Deary y sus colegas. Y la consecuencia de mi decisión la estoy padeciendo en estos momentos. Pero de eso les hablaré, si acaso, en otra ocasión.

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