La inmensa mayoría de la investigación sobre la neurociencia de la inteligencia presenta una naturaleza correlacional. Se obtienen, por ejemplo, registros MRI, se evalúa la inteligencia con test estandarizados y se averigua si las diferencias individuales en alguna propiedad cerebral, como el grosor o la superficie cortical, se asocian a las diferencias de inteligencia valoradas con los test.
También se han publicado algunos estudios en los que se valora si las lesiones locales y crónicas impactan sobre el desempeño intelectual, tanto con un carácter general (g) como sobre determinadas capacidades cognitivas específicas. La pregunta aquí es si alguna región, más o menos extensa de la corteza, que se encuentra lesionada a consecuencia de alguna clase de traumatismo, produce un deterioro cognitivo específico o global.
Un científico de la Universidad de California en Santa Bárbara y quien esto escribe, llevamos meses trabajando en un manuscrito en el que nos servimos de la evidencia de que el impacto de las lesiones locales y crónicas sobre las capacidades cognitivas es usualmente específico en lugar de global. El hecho puede ayudar a decidir cuáles de las teorías actualmente disponibles sobre qué causa el famoso solapamiento positivo (es decir, la correlación positiva entre todas las capacidades cognitivas) es más verosímil.
Los periodos de inactividad laboral pueden contribuir a reciclar el intelecto (la mano ociosa es la que posee el tacto más fino, se dice por ahí) y estimular la evocación de nuevas y quizá interesantes ideas.
Atendiendo a los comentarios de los revisores de nuestro manuscrito, y buscando el mejor modo de responder, estuve dándole vueltas al modo más rotundo de demostrar que nuestra tesis era algo más que razonable.
Imaginé que, ante todo, se requería disponer de datos que considerasen un extenso número de medidas de capacidad cognitiva. Por ejemplo, se podría obtener una estimación de la capacidad general (g), pero también de inteligencia fluida, cristalizada, visuoespacial, memoria operativa, velocidad mental o control de la atención. Estas capacidades cognitivas deberían haberse medido a través de al menos tres test o tareas diferentes, de modo que la estimación del nivel de los individuos en esas capacidades fuese sólida e independiente de las medidas específicas. Es decir, se debería poder evaluar los constructos de interés, los factores latentes, más allá de las particularidades de las medidas administradas.

El siguiente paso supondría obtener registros MRI que permitiesen calcular matrices de conectividad entre un número suficientemente elevado de regiones cerebrales. Recurriendo a la evidencia ya disponible se podría estipular cuáles serían las regiones habitualmente implicadas en, por ejemplo, memoria operativa o inteligencia visuoespacial.
Sería posible, quizá, adaptar una estrategia que usamos en nuestro equipo (y cuyo resultado se publicó en la revista ‘Brain Structure and Function’), basada en simular el impacto de ir eliminando progresivamente nodos de la red cerebral y, por tanto, de sus conexiones con los demás nodos, sobre la eficiencia global y local de la red identificada.
La lógica supondría delimitar el perfil de capacidades de cada uno de los individuos evaluados. Cabe esperar desequilibrios a nivel individual, de modo que se presentarían mayores y menores niveles en las distintas capacidades consideradas. Alguien puede destacar en inteligencia cristalizada, mientras que otro puede hacerlo en control de la atención (por ejemplo).

La evidencia previa señala determinadas subredes asociadas de modo más probable con determinadas funciones cognitivas, y, por tanto, se podría calcular si los niveles de conectividad entre esas regiones se corresponden con los perfiles psicológicos a nivel individual. Se trataría, por tanto, de proyectar los perfiles psicológicos sobre los perfiles de conectividad cerebral de determinadas subredes. Las subredes mejor conectadas deberían corresponder a perfiles psicológicos en los que destaque la capacidad cognitiva que la evidencia previa señala como especialmente relevante en ese caso. Y al revés.
Una respuesta positiva apoyaría la tesis de que las distintas capacidades obedecen a la estructuración, al cableado, más o menos eficiente, de determinadas subredes cerebrales.
Pero habría algo más que podría ser crucial.

Si el factor general de inteligencia (g) posee una naturaleza causal y no es un mero fantasma estadístico, entonces mayores niveles de g se asociarían a un menor efecto del cableado específico de las subredes. La red global compensaría los efectos locales, siguiendo la lógica de los modelos bifactoriales de la inteligencia en los que el factor g se conecta directamente con el desempeño cognitivo en los test de inteligencia, pero no a los factores específicos. En esos modelos psicométricos, los factores específicos se conectarían exclusivamente a los test de inteligencia que les delimitan (verbal, visuoespacial, etc.).
Una baja conectividad entre las regiones encargadas usualmente del procesamiento lingüístico, debería asociarse a un perfil psicológico en el que la capacidad verbal presentase un menor nivel del esperado según el nivel expresado en el resto de las capacidades. Ese patrón sería, precisamente, el que apoyaría la idea de que los fallos en una parte de la red, en una subred, no se propagarían con carácter general.
Eso si, las diferencias individuales en la conectividad general de la red podrían explicar el impacto diferencial de un fallo local. Es esa conectividad global la que permitiría cuantificar la robustez general de la red característica de los individuos con mayores niveles de inteligencia general (g). Los menores niveles de g facilitarían que se visibilizase el impacto cognitivo de fallos locales en la red.
Ahora solo falta reunir los datos, que están ahí, hacer los oportunos cálculos y averiguar si la cosa es verosímil o el producto de un cerebro ociosamente inarmónico.
Me ha encantado: esto se pone cada vez más interesante!
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