
Durante el delicioso 2020, Ian Deary publicó la segunda edición de ‘Intelligence. A Very Short Introduction’, cuyo original es de 2000.
Sus contenidos son bastante distintos. Veamos el título de sus 10 capítulos:
¿Cuántas inteligencias hay?
¿Qué le sucede a la inteligencia a medida que envejecemos?
¿Hay diferencias de sexo en inteligencia?
¿Cuál es la contribución de los genes y de los ambientes a las diferencias de inteligencia?
¿Son más veloces mentalmente los más inteligentes?
¿Cómo es el cerebro de los más inteligentes?
¿Juega algún papel la inteligencia en la escuela y en las ocupaciones laborales?
¿Y en la salud y en la longevidad?
¿Aumenta la inteligencia generación tras generación?
¿Están los psicólogos de acuerdo sobre las diferencias de inteligencia?
Me sorprende esa organización, a la que veo escaso sentido conceptual, pero, ya saben, cada maestrillo tiene su librillo.
En el prefacio escribe:
“En la psicología académica hay una sección de investigadores y profesores a los que se conoce como psicólogos diferenciales. Yo soy uno de ellos. Estudiamos las diferencias que separan a las personas en inteligencia y en personalidad.”
Decide explicar de qué va su disciplina recurriendo a lo que él considera estudios de alta calidad. Quien conoce a Ian, y a sus discípulos, entenderá por qué una gran parte de esos estudios proviene de su propio equipo.

Subraya que el famoso factor general de inteligencia (g) es un resultado estadístico, pero no un ‘artefacto estadístico’. El comportamiento inteligente no puede reducirse a g, pero tampoco puede entenderse sin su penetrante presencia:
“g no constituye una teoría sobre las diferencias de inteligencia, sino algo que requiere una explicación.”
Ofrece algunas cifras que vale la pena mantener encima de la mesa en lugar de metidas en un cajón. Por ejemplo, solamente una persona de mil obtendrá una puntuación de CI superior a 145 y solo 1 entre un millón superior a 171.
Una de las capacidades intelectuales más afectadas por el envejecimiento es la velocidad mental. Eso sucede a pesar de que todas las capacidades cambian de modo orquestado: el 60% de los cambios intelectuales que se producen con el paso de los años, se explican por el cambio que experimenta g. Eso sí, los cambios pueden deberse a factores genéticos, biológicos y sociales. No son mutuamente excluyentes, aunque la cuantía de su contribución pueda variar bajo determinadas circunstancias.
Narra la auténtica aventura que supuso recuperar los polvorientos datos de los que han llegado a conocerse como ‘Scottish Mental Surveys’ de 1932 y 1947. Es decir, la evaluación que se hizo de la población escolar escocesa de 11 años de edad en el 32 y el 47, y la posterior labor detectivesca para contactar y reclutar, más de 6 décadas después, a la mayor cantidad posible de supervivientes. La acumulación de evidencia derivada del estudio de estos individuos es sencillamente sensacional.
El capítulo sobre genética y ambiente es fenomenal porque deja a un lado las discusiones sobre si los diseños clásicos de la genética cuantitativa presentan pegas, subrayando que el terreno se movió bajo nuestros pies hace menos de una década, momento en el que pudo mirarse seria y directamente al ADN (a los 3 mil millones de nucleótidos que se pueden identificar en los 23 pares de cromosomas y a los 19.000 genes contenidos en el ADN humano) para hacernos preguntas psicológicamente relevantes.
Los genes codifican proteínas, las proteínas están hechas de aminoácidos y cada aminoácido se codifica mediante una combinación de 3 nucleótidos. No hay tal cosa como el genoma humano porque cada genoma es exclusivo de cada uno de los humanos que han pisado el planeta tierra. Entre 4 y 5 millones de nucleótidos presentan en cada humano una versión diferente a la más usual. En algún lugar de determinado cromosoma la mayoría de humanos presentará una ‘A’, pero algunos presentarán una ‘C’. Puesto que hay nucleótidos alternativos en un determinado lugar del ADN, se conocen como ‘single nucleotide polymorphisms’ (SNPs).
Los científicos han identificado 100 millones de SNPs y eso les ha permitido preguntarse si las diferencias en el genoma se asocian a las diferencias visibles (fenotípicas) de salud, estatura o índice de masa corporal. Actualmente un análisis individual de SNPs puede suponer un gasto de algo más de 30 €, hecho que facilita el crecimiento exponencial de la investigación a escala mundial.
Una lección clave de lo que se ha hecho en los últimos años, es la de que los genes que parecen tener algún papel en las diferencias de inteligencia también lo tienen para otros fenotipos como la salud física y mental. Otra es que no se puede pronosticar, por ahora, el nivel intelectual de alguien mirando simplemente su ADN. Por ahora.

El capítulo 4 termina con una triste declaración del autor sobre lo poco que se sabe sobre la contribución del ambiente a las diferencias de inteligencia. Le hubiera gustado poder decir algo con miga, pero la evidencia es demasiado endeble, según él.
Al escribir sobre el cerebro, Deary opta por centrarse en datos sobre su estructura en lugar de sobre su función. Entender las conexiones físicas que se encuentran en un solo cerebro humano (cuya longitud equivale a dar la vuelta a la tierra cuatro veces) ya es suficiente reto. La evidencia disponible parece llevar a la conclusión de que el cerebro de los individuos con mayor nivel intelectual presenta mayor volumen, mayor grosor cortical, y conexiones físicas más saludables (una mayor integridad de la materia blanca).
La inteligencia es, además, el factor psicológico que mejor pronostica el desempeño escolar, pero también la productividad (y el aprendizaje) laboral. A un número significativo de profesionales de la educación y de los recursos humanos, les pone los pelos como escarpias aceptar la evidencia abrumadora que apoya la conclusión de que un breve test de inteligencia ofrece la información más útil para acertar (o equivocarse menos) al hacer esa clase de predicción.
La epidemiología cognitiva, por su parte, ha permitido comprobar que la inteligencia también predice quienes tendrán mejor o peor salud física y mental, así como una mayor probabilidad de mortalidad prematura. Deary usa un ejemplo que supuso 3 años de investigación y cuyo resumen puede ser este:
Un niño que a los 11 años de edad obtiene 15 puntos de CI más que otro niño de esa misma edad, tiene un 20% de menor riesgo de haber fallecido a los 79 años de edad.
El riesgo de fallecer por alguna clase de enfermedad se reduce progresivamente con el aumento del nivel intelectual evaluado más de seis décadas antes.
Si se compara a los niños de 11 años de menor inteligencia con los de mayor inteligencia a esa misma edad, la reducción de ese riesgo a los 80 años de edad llega al 60% (con la excepción de los tumores malignos desvinculados del hábito de fumar).
Un resultado asombroso es que las diferencias de nivel socioeconómico que separan a los individuos apenas alteran el poder predictivo del nivel intelectual (“y desconocemos por qué”, confiesa Ian).

A este científico británico no le convence el efecto Flynn. Por supuesto, no pone en duda la abundante evidencia que demuestra el efecto, pero sospecha que la mayor parte de los cambios en las puntuaciones no pueden explicarse por un genuino aumento de la inteligencia de la población:
“Si hubiera un premio para aquellos que investigan la inteligencia humana, se le debería conceder a quien averigüe qué causa el aumento generacional de CI.”
El capítulo final responde a la pregunta sobre si los científicos están de acuerdo sobre eso de la inteligencia. Recurre al que sigue considerando como el informe más valioso sobre lo que se sabe y se desconoce respecto a este factor psicológico. Pero, probablemente, el momento culminante de este capítulo final se alcanza cuando confiesa su rechazo a la práctica habitual de comenzar esta clase de libros de divulgación repasando las controversias clásicas sobre la inteligencia para ir llegando progresivamente a “resultados decentes”. Escribe:
“Dudo de que ayude a explicar qué se sabe en la actualidad
(…) se pueden aprender un montón de cosas útiles en el momento presente sin necesidad de hurgar [morbosamente, añadiría yo] en el pasado
(…) un buen libro te incita a buscar otros libros y artículos sobre el tema del que trata.”
Estoy muy de acuerdo. Lo que verdaderamente le interesa a un lector que se compra un libro para aprender algo que sea relevante para su vida, es saber que lo que se le cuenta está avalado por la evidencia más sólida actualmente disponible. Si quisiera saber de historia, se iría a la correspondiente sección de la librería.
Es indudable que “la inteligencia no es jamás lo único que importa” [(intelligence is never all that matters) –el guiño a su hiperactivo padawan, Stuart Ritchie, es poco sutil], pero ignorar su relevancia es una verdadera torpeza que deberíamos evitar.