El psicólogo diferencial de la Universidad de Edimburgo, Ian Deary, ha vuelto a hacerlo.
En un artículo publicado recientemente en el BMJ (British Medical Journal) su equipo demuestra una sólida asociación entre el nivel intelectual evaluado a los 11 años de edad y la mortalidad, por distintas causas, valorada en un seguimiento de 68 años.
Eso sí, apropiadamente se concluye: “la epidemiología cognitiva está dando aún sus primeros pasos, y, por tanto, es prematuro estipular recomendaciones dirigidas a los profesionales y a los legisladores”.
Aunque la sociedad reclame soluciones inmediatas, la responsabilidad de la ciencia a menudo impide la traducción directa de la investigación al desarrollo. Prometer lo que por ahora no se puede conceder es irresponsable, pero conocer es preferible a ignorar de cara a hacerse las preguntas pertinentes.
El caso es que en 1947 se evaluó a la población de escolares escoceses nacidos en 1936 (75.252) con un test de inteligencia (Moray House Test). Buceando en los registros se pudo identificar inequívocamente a 65.765 individuos. En el seguimiento habían fallecido 25.979, seguían vivos y residiendo en Reino Unido 30.464, y no se pudieron obtener datos de 9.322.
En la siguiente figura se muestran resultados de distintas causas de fallecimiento y los individuos se ordenan según su nivel intelectual evaluado a los 11 años de edad.
La tendencia es la ya observada en otras investigaciones hechas por los epidemiólogos cognitivos en países como Australia, Suecia, Dinamarca, Estados Unidos y Reino Unido: a mayor nivel intelectual a los 11 años, menor probabilidad de haber fallecido a los 79 años por distintas causas. La tendencia es generalmente lineal.
A partir de los resultados que se reproducen en el informe (hazard ratios) se pueden calcular los tamaños del efecto (d) asociados a una distancia media entre individuos equivalente a una desviación típica (15 puntos de CI en la escala con media 100 y desviación típica de 15). La conversión se puede hacer dividiendo el valor de la hazard ratio por 1,65, según me aseguran los especialistas en meta-análisis.
En el caso de la mortalidad en general, una distancia de 15 puntos aumenta la probabilidad de fallecimiento en el equivalente a d = 0,48. Una distancia de 30 puntos duplicaría esa probabilidad. Es decir, comparado con un individuo con un CI de 90, el individuo con un CI de 120 aumentaría su supervivencia en el equivalente a una desviación típica (d = 1).
Moderadores como el nivel socioeconómico o el estatus sanitario apenas mueven las asociaciones prospectivas observadas del nivel intelectual evaluado a los 11 años con el riesgo de fallecer, casi siete décadas después, por trastornos cardiovasculares, ictus, cánceres, trastornos respiratorios, trastornos relacionados con el aparato digestivo, causas externas y demencia.
Ante esa evidencia es necesario preguntarse sobre el por qué de la asociación.
Una primera posibilidad es que la inteligencia influye a) sobre las conductas que perjudican o benefician la salud (hábito de fumar, ejercicio), b) sobre la gestión de las enfermedades y los conocimientos sanitarios, y c) sobre el nivel socioeconómico alcanzado (que puede relacionarse con amenazas y riesgos en la ocupación desempeñada).
Una segunda posibilidad se basa en la denominada ‘integridad del sistema’. Se ha observado una contribución genética a la asociación de la inteligencia con la longevidad. Existiría un rasgo latente que representaría un funcionamiento corporal óptimo valorado, tanto por el rendimiento en los test de inteligencia, como por los biomarcadores sanitarios.
Probablemente es innecesario subrayar que ambas son compatibles.
En 2010, Ian Deary publicó un extenso artículo en ‘Psychological Science in the Public Interest’ en el que sí se atrevía a elevar una serie de recomendaciones a partir de resultados como los descritos en el informe que se está comentando.
No solamente usaba la evidencia sobre la inteligencia, sino también sobre la personalidad. Todas las recomendaciones eran tentativas, estando a la espera de que los epidemiólogos se pusieran manos a la obra para desentrañar los mecanismos que hay detrás y usar los conocimientos acumulados para diseñar programas eficientes de prevención e intervención.
Pero, para no dejarles con la miel en los labios, las propuestas se pueden resumir, como los mandamientos, en una:
“Averigüe cómo producir una fenocopia de los genotipos que preservan espontáneamente, y de modo abiertamente más eficiente, su salud”.
En lugar de darle la espalda a la evidencia de modo prepotente, como me consta sucede en determinados sectores de mi propia disciplina –la Psicología—seamos valientes y afrontemos los hechos.
Y, de paso, la sociedad aumentará la confianza en nuestra profesionalidad al vernos capaces superar opiniones y clichés basados en dudosos supuestos.
¿Existe alguna relación entre la inteligencia y el suicidio?.
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En el siguiente estudio epidemiológico se encuentra una relación negativa (a mayor nivel intelectual, menor probabilidad de suicidio: https://www.jstor.org/stable/25662677?seq=1#page_scan_tab_contents
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Parece clara la evidencia sobre la influencia positiva de un alto nivel de inteligencia general. Lo que no deja de ser una demostración rigurosa de algo que parece bastante obvio.
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